martes, 5 de julio de 2011

El héroe

El doctor Ulysses Collins era un estudioso de la cultura griega clásica que trabajaba como investigador y docente en la prestigiosa Universidad de Oxford. En sus ratos libres le gustaba leer relatos policiales, como para despejar la mente de tantos reyes, filósofos y textos antiguos. Otro de sus entretenimientos consistía en resolver crímenes de la vida real y luego comparar sus hipótesis con los resultados de las pesquisas oficiales que publicaban los diarios.

El profesor Collins solía decirles a sus alumnos que los griegos conocían tan bien a los hombres que habían hecho a los dioses a su imagen y semejanza. El también se jactaba de conocer el alma humana, a pesar de que pasaba largas horas en soledad, preferentemente en la biblioteca.

Como maestro era exigente pero justo, apasionado por sus temas y distraído con todo lo demás. Los estudiantes lo apreciaban con sus chifladuras inclusive. Los otros profesores lo respetaban y el decano estaba orgulloso por contar con una eminencia de fama mundial en su universidad.

Los días transcurrían rutinariamente hasta esa mañana fatal en que ocurrió el primer asesinato. Mr. James Doyle era un empleado insignificante, nadie podía prever un final así…

Su cadáver fue encontrado en el campus por un grupo de jóvenes que se dirigían a su clase de gimnasia. Espantados, avisaron a las autoridades, quienes a su vez llamaron a la policía. Doyle había sido destripado por un animal salvaje, algo bastante improbable en un lugar como la Universidad de Oxford. “Algún humano está detrás de esta muerte”, dijo inmediatamente el profesor Collins.

La policía estaba desconcertada y aún se estaban realizando las pericias forenses cuando un nuevo crimen sacudió los claustros. Esta vez la víctima fue Ronnie el jardinero, un irlandés pelirrojo y charlatán, querido por todos. El pobre hombre estaba más violeta que colorado, a causa de la asfixia provocada por una manguera gruesa que le ceñía el cuello.

Ya con dos cadáveres, el asunto tomaba otro color y las palabras del doctor Collins cobraban otra importancia. Conociendo su hobby, el decano le pidió que llevara a cabo una investigación paralela. Collins aceptó el desafío. Mientras estaba tratando de establecer una relación entre ambos casos, documentándose con libros y periódicos especializados, y fastidiando con preguntas insólitas al teniente Chesterton, a cargo de la investigación oficial, un nuevo hallazgo conmocionó Oxford.

La camioneta que habitualmente proveía a la cocina de manjares de caza apareció abandonada en uno de los caminos menos transitados que conducían al edificio principal. Por las circunstancias extraordinarias que se estaban viviendo y por consejo de Collins, el decano dio aviso a Chesterton, antes de intentar abrir la cámara frigorífica. Allí, entre piezas de jabalíes y ciervos, estaban los cuerpos del chofer y su acompañante. Ambos habían sido degollados.

La situación era insostenible: cuatro muertos en menos de dos semanas hacían prever que la serie continuaría. La vida en Oxford ya no era segura. El decano pensó en tomar una medida extrema y mandar a todo el mundo a su casa, hasta que se resolviera el enigma. ¿Cuánto faltaría para que un estudiante o un profesor fueran asesinados? ¿Dónde iría a parar el prestigio de la universidad si algo así sucedía?

Collins no estaba muy de acuerdo con esta decisión: evidentemente había algún mensaje que no conseguía descifrar y que el asesino estaba particularmente interesado en comunicar. Más tarde o más temprano, continuaría su tarea, hasta que le prestaran atención. Además, le parecía discriminador que el decano valorara más la vida de estudiantes y profesores por sobre la de los trabajadores. Ese tipo de actitudes lo asqueaban.

No hubo mucho tiempo para reflexionar, porque, a pesar de la guardia policial permanente que patrullaba el lugar, la muerte se dio cita nuevamente. Fue en el establo: el instrumento, una soga, la víctima, un cuidador de caballos. Lo habían colgado desde una viga.

Estaba claro que el asesino podía entrar, salir y moverse dentro de la universidad a su antojo. No era un extraño, porque la policía vigilaba a todos los visitantes y custodiaba los accesos. En tanto, el profesor Collins ya había arribado a un par de conclusiones: la víctima era elegida al azar, como un actor que tenía que desempeñar un papel. De nada valía perder energías en investigar su vida, porque ese dato no conduciría a ninguna parte. El móvil tampoco tenía relación con la víctima, sino con la universidad en sí.

En sus apuntes, había elaborado un cuadro con las características de cada crimen. Había algo que le sonaba muy familiar y sin embargo no daba en la tecla. Recién con el sexto homicidio encontraría la clave.

Este sucedió en el estanque. Rodeada de gansos que miraban el cuerpo con curiosidad y de tanto en tanto le daban un picotazo, entre graznido y graznido, estaba Mrs. Chandler, la señora de la lavandería. Muerta estaba, como que la habían ahogado.

A estas alturas, el teniente Chesterton estaba como loco. Su cabeza pendía de un hilo, porque el decano había recurrido a sus influencias para que enviaran al lugar a un policía más eficiente. Sino hubiera sido por el descubrimiento del profesor Collins…

Recluido como siempre en la biblioteca, había retornado a su cuadro para completarlo con los datos del nuevo crimen. Entonces fue cuando tuvo la revelación, que le vino por inspiración mitológica.

El león de Nemea para la muerte de Doyle, la hidra de Lerna para el crimen de Ronnie, la cierva de Carinia y el jabalí de Erimanto para los repartidores, los establos de Augías para el cuidador de caballos, las aves estinfálidas para Mrs. Chandler… el asesino estaba realizando los doce trabajos de Hércules.

Estaba tan seguro de esto como que dos y dos son cuatro. Y como Chesterton estaba completamente perdido, no tuvo más remedio que creerle. El próximo crimen representaría el Minotauro, aunque no había toros en la universidad, por lo que seguramente el criminal recurriría a una metáfora. Collins insistió en que se llevaría a cabo en la biblioteca. Chesterton no llegaba a entender qué tenían que ver las vacas con los libros.

Dado que, aparentemente, no era la intención matar estudiantes o profesores, la mirada estuvo puesta sobre los bibliotecarios y asistentes, mejores candidatos a ser ensartados por algún objeto punzante (que era el método que se le había ocurrido a Collins como más probable)

Por fin a Chesterton se le ocurrió una buena idea: introducir a un agente como si fuera un nuevo empleado, a ver si el asesino picaba. Pasaron dos días sin noticias, lo cual ya era una buena noticia. Collins prácticamente se había instalado en la biblioteca, salvo para dormir. Sabía que entre los rostros conocidos estaba el hombre y entre página y página observaba sus expresiones, a ver si veía algún indicio de culpabilidad.

El teniente se impacientaba y empezaba a dudar de la salud mental del profesor, con sus cuentos de monstruos extraños de nombre difícil, pero quien sin embargo contaba con el apoyo incondicional del decano. Tal vez el asesino hubiera concluido sus hazañas y éstas pasarían a la historia como una nueva serie de casos sin resolver…

Una vez más, se equivocaba. Caía la tarde del tercer día, cuando el laberinto de estantes de madera se estremeció con un grito. La trampa había funcionado.

Clavada en el lomo de unos libros se veía una horquilla de heno. En el piso, un hombre delgado, vestido de negro, se retorcía ante la fuerza que le aplicaba el policía encubierto para esposarlo. El agente había sido rápido de reflejos para esquivar el ataque y había logrado apresar al atacante.

Toda la comunidad educativa se sorprendió al conocer la identidad del asesino. Todos, menos Collins. Por algo había rechazado en su departamento la solicitud de Alexander MacDonald como profesor adjunto. Sin embargo, logró ser admitido en el departamento de Cultura latina, a pesar de que siempre había considerado a los romanos como vulgares copiones de los griegos.

El plan del asesino tenía previsto completar los doce crímenes: las yeguas de Diomedes sería una estampida de caballos, el cinturón de Hipólita sería un corset medieval con pinchos, los bueyes de Gerión, un accidente de coche, las manzanas de las Hespérides, veneno. El último estaba reservado para el propio Collins, ya que el homicida consideraba que si a esas alturas no había descubierto el enigma, no merecía su cargo. Le hubiera tocado la muerte por Cerbero, el perro feroz custodio del infierno.

MacDonald tuvo la suerte de ser declarado insano y en lugar de ir a la cárcel fue a parar a un manicomio, donde da rienda suelta a su locura y se cree Hércules.

Chesterton fue ascendido, pero aún hoy en día cuando le asignan un caso complicado, llama al profesor Collins para pedirle consejo, por más extravagante que este sea.

El decano ordenó levantar un monumento recordatorio de las víctimas, que fue inaugurado con toda pompa y circunstancia.

El profesor Collins retomó su rutina de libros y clases, sin hacer demasiado caso a quienes lo adulan y pretenden tratarlo como un héroe.