lunes, 23 de febrero de 2009

El maestro de inglés

Es extraño volver al barrio y comprobar que la vieja lechería donde comprábamos las vainillas para la merienda se ha convertido en almacén autoservicio y que el kiosco de Jorge, que nos proveía de mapas trasnochados para la clase de geografía, ha pasado a ser un polirrubro abierto las 24 horas. Además, del club de la esquina no quedan ni rastros y la camarilla de mi padre, ya sesentona, se ha trasladado a la sede de su otrora archienemigo, dos calles más arriba. Eso sí: el empedrado permanece incólume y el asfalto ha retrocedido espantado hasta la avenida.

Más allá, por suerte, los temibles “cosacos” de la policía montada han cedido paso a un depósito de mercaderías importadas y algunas casas han devenido en chalets de dos plantas y ladrillos a la vista. Resisten, como cruzados, la farmacia de Roberto, la carnicería de Andrés y la feria de los sábados, mientras que la escuela 14 ha perdido lozanía en su fachada, pero sigue enseñando el abecé a los mocosos de la cuadra.

Doblo mis pasos hacia Fraga, ahora Fernández, hasta la esquina de Giribone, que conserva orgullosa su nombre original. El otro kiosco y la barbería han desaparecido. La casa de la modista se mantiene en pie, aunque, claro, sin modista. Justo al lado, una puerta se abre. Entro.

Como todas las tardes, mister Bernárdez franqueaba la entrada de su casa para que sus alumnos particulares se asomaran a la gramática, la fonética y la semántica de la lengua inglesa. La pesada hoja de madera clara se inclinaba para conectar la calle con un interior que se suponía más largo que ancho, ya que los ojos de los estudiantes se detenían ni bien comenzaba el corredor. Allí se introducían, obedientes, en un cuarto cuyo centro lo ocupaba una mesa grande y alargada, custodiada por seis sillas solemnes y oscuras. El color de las paredes se perdía por entre los lomos de los libros, que se sucedían sin interrupción en anaqueles y vitrinas. Ni una ventana, ni siquiera una luz artificial y potente quebraba el ambiente casi monacal que reinaba en ese cuarto.

El maestro en persona atendía el llamado del timbre de la puerta de calle. Pulcro -sin pretensiones y sin lujos- y afable, mister Bernárdez daba las buenas tardes y hacía pasar a los alumnos hacia el salón de clase. Una vez adentro de él, se dejaba afuera al idioma español. La llegada del primer estudiante del turno siguiente indicaba el fin de la clase anterior, por lo que un retraso o una ausencia significaba la prolongación -no siempre deseada- de la lección.

El profesor era un hombre de sesenta años, de estatura breve y un cuerpo adecuado a su escasa altura, aunque dotado de una voz profunda y grave. Fumaba mucho y acusaba una tos crónica, que se volvía insidiosa y pertinaz durante el invierno. Jamás perdía la paciencia ni se le agriaba el carácter ante la ignorancia impenetrable de su interlocutor. Por el contrario, encendía un cigarrillo, prolongaba el silencio y acometía nuevamente con las nociones más elementales, sin menguar el entusiasmo ni la confianza en su capacidad docente.

Los martes y los viernes les correspondían al curso de tercer año, que reemplazaba al grupo de estudiantes más avanzados. Era un placer escucharlos, parlotear con soltura y adivinar los placeres ocultos de los textos de Oscar Wilde y Tennessee Williams. Para el trío de alumnos, que en el tercer curso se debatían con un libro de lectura de J.B. Priestley y las “Aventuras de Tom Sawyer”, parecía un estadío inalcanzable y sublime.

Mister Bernárdez era una fuente de conocimientos que fluían inagotables en la modulación armoniosa de su voz. Su amor por la literatura era contagioso y cuando tenía delante de sí un auditorio propicio se olvidaba de la lección del día y remontaba vuelo para recitar a Kipling, a Whitman , a Poe, a Coleridge, a Yeats. Los jóvenes que asistían a las clases de inglés aprendían a pensar en otra lengua, redescubrían la propia y respetaban al venerable maestro.

Durante ese invierno, habían habido algunos cambios de hábito, apenas perceptibles en un primer momento. Los padres de los escolares -por lo general, vecinos de unas pocas cuadras a la redonda- pasaban a retirar a sus hijos, que hasta ese entonces habían regresado solos a sus hogares. Los cosacos de la vuelta de la esquina cerraban las bocacalles con vallas, ni bien oscurecía y colocaban un reflector en el portón principal para iluminar al transeúnte desprevenido que atravesaba la noche. Las puertas de las casas estrenaron llaves y el club social del barrio daba por finalizada sus tertulias cuando caía el sol. El frío de julio había estragado la salud del profesor, obligándole a suspender las clases por un par de semanas. Una bufanda a cuadros lo acompañaba a su regreso, tan constante como el humo gris de los infaltables cigarrillos negros.

Hasta que llegó ese día terrible. La clase de los viernes a la siete, tan plácida y entretenida como de costumbre, se interrumpió por un golpe seco. Portazo. Gritos. Como en una película de acción, la puerta de ese santuario se abrió de un puntapié. Botas. Fusiles. Una voz prepotente y grosera violó la ceremonia secreta del conocimiento.

El contraste era grotesco: por un lado la pequeña figura del maestro, sereno como un lama. Por el otro, la insolente sinrazón de las armas. Con la misma gracia bestial de los gorilas manosearon libros, revolvieron estantes, empujaron sillas, ordenaron respuestas. Un grupo merodeaba por los fondos de la vivienda, otro escrutaba con desdén e impudicia los rostros de un hombre humillado y de tres jovencitos que apenas comprendían.

Allí estaba Gustavo, el hijo del dueño del mercadito -verdulería y carnicería-, un rubiecito con cara de ángel y travesuras de demonio, como rezando en voz baja. Nunca había necesitado a ese Dios que, diariamente y por obligación, invocaba con los curas del Colegio San Antonio. Su cara arrebatada y el brillo feroz de sus ojos azules también denotaban rabia. ¿Por qué no sería lo suficientemente grande, lo suficientemente hombre, como para parar ese absurdo melodrama, ese episodio inoportuno que no figuraba en la saga de Mark Twain? La rebeldía de Tom Sawyer y sus buenos sentimientos de camaradería habían encarnado en el chico, como otras veces, cuando se identificaba con sus diabluras.

A su lado, haciendo equilibrio en su pierna sana, Laurita era la imagen de la piedad. Una fuerza hasta entonces desconocida había templado sus nervios, siempre tan frágiles, y las lágrimas, que en muchas ocasiones parecían desbordar sus enormes ojos oscuros, se negaban a asomar. Laurita apretaba sus labios, se apoyaba en su bastón hasta dejar blancos los nudillos de su mano y aguantaba las miradas sin pestañear.

La otra chica que completaba el grupo, sacudía su cola de caballo y reclamaba la presencia de su madre, alegando ser menor de edad. Hablaba sin parar para no escuchar los ruidos sordos de los muebles al chocar y los latidos desbocados de su corazón.

Y el maestro, con las manos en los bolsillos -agobiado pero no vencido- respondía amablemente, protegiendo con su impasividad a sus pupilos. Ni la más mínima resistencia, ni un gesto violento, ni una palabra airada. Sin embargo no había cobardía en su actitud deliberada, sino una firme determinación para tranquilizar a los chiquilines y acelerar la requisa.

De la misma forma intempestiva con que se había presentado, el comando abandonó la casa. Como un vendaval, había arrasado con todo: objetos y personas habían sucumbido a la ráfaga brutal y al terror más instintivo.

Y el llanto, protegido como un único tesoro, inundó las pupilas de las mujeres, mientras que los insultos, rumiados durante esos largos minutos, explotaron en los labios masculinos. La desolación, compañera fiel de la impotencia, descendió sobre la casa como la noche.

Tiempo después, las vecinas comentaron que andaban detrás de Carlos, el hijo mayor de mister Bernárdez. Finalmente, se supo que el muchacho había aparecido muerto en otra ciudad. Se murmuraba que al padre le informaron que lo había matado un asma violenta e inexplicable.

Como en un túnel del tiempo, me veo con la cola de caballo tirante y erguida, las medias tres cuartos que no alcanzan a reparar del frío a mis rodillas y un par de cuadernos debajo del brazo. Frente a mí, un cuarto a media luz, seis sillas solemnes y oscuras, una mesa grande y un universo de libros haciendo equilibrio sobre las paredes.

Asisto una vez más a la ceremonia secreta de la enseñanza y de mi boca surge irrefrenable un “Good afternoon, teacher”. El maestro, más pequeño y encorvado que en mi recuerdo, más canoso tal vez, pero con esa inconfundible voz me invita a pasar para ocupar ese asiento que dejé vacante treinta años atrás.

Sin preguntas, sin explicaciones incómodas e inoportunas me saluda, como remedando a Fray Luis de León, “Como decíamos el viernes...” Fue una clase magistral, donde ambos vencimos al espanto y saldamos aquella vieja deuda de honor que habíamos contraído en una tarde de invierno.

Las clases se interrumpieron indefinidamente. La vergüenza y el temor minaron la confianza y el entusiasmo. La puerta de madera permanecía casi siempre cerrada y ya no se veía el desfile incesante de jóvenes que acudían -por motu propio o a instancia de sus padres- a comulgar con una sabiduría universal y sin idioma.

Dicen que el señor Bernárdez murió hace un par de años, en la casa de la puerta de madera clara. El maestro de inglés había muerto aquella tarde de invierno, cuando el miedo se adueñó del salón de clases y de las almas...

Una mano amiga me rescata. Es Gustavo, el hijo del dueño del Mercadito 13. Apenas reconozco en este hombre buen mozo y formal a ese pibe travieso de flequillo indómito y ojos pícaros. Aún conserva el mechón ingobernable, que caía como una cascada dorada sobre su frente, pero ahora es contador público y carga consigo un teléfono celular y un maletín.

El tampoco me reconoce fácilmente. Casi no queda nada de aquella nena regordeta y parlanchina, excepto un par de kilos que siempre están sobrando. Pero por algún motivo nuestros pies han coincidido frente a esa puerta y por lo tanto no hay lugar para la duda.

Los dos, sin mediar palabra, en un ritual de miradas cómplices, homenajeamos al maestro, parados en el portal de madera clara que nunca nadie nos volvió a abrir.

martes, 10 de febrero de 2009

Las noches robadas

Hace un par de días leí, no sin sorpresa, un artículo firmado por mi estimado amigo P., publicado en la revista de la Sociedad Frenológica, donde refería el resultado del lamentable experimento practicado sobre el malogrado Ernest Valdemar.

Mi asombro se debió a que, habiendo transcurrido ya un año desde aquel espeluznante desenlace, P. se había negado una y otra vez a hablar del hecho, aún dentro de su círculo más íntimo. Yo tengo todavía los nervios destrozados por la extraordinaria y repugnante experiencia. Durante los últimos meses me ha costado un esfuerzo sobrehumano retomar mis estudios de medicina. Cada vez que asisto a una necropsia en el anfiteatro de la Universidad, debo retirarme descompuesto.

Y ahora, supongo, me citarán a declarar ante la Sociedad para corroborar la veracidad del artículo. Quisiera no tener que recordar lo que vi y lo que oí. Demasiado lo he recordado durante estas largas noches de inquieta vigilia. Porque lo que relató P. es cierto, cien por cien. Sólo que en su informe noté un dejo de culpa y desasosiego, que se le colaron al autor por entre los términos académicos. Presentí que se trataba de su testamento intelectual.

Este presentimiento me convenció de que se hacía impostergable una visita a mi notable amigo. Esa mañana me levanté temprano, luego de otra de esas noches aterradoras, y me dirigí a la vieja casona de Harlem -yo vivo en Brooklyn- con tiempo suficiente como para charlar a gusto hasta la hora del almuerzo. La luz del día suele espantar los pensamientos lúgubres y aclarar la mente, me dije.

Cuando llegué, P. estaba dormitando en una poltrona, pero se espabiló ante el leve murmullo que provenía del hall de entrada. Me hizo pasar de inmediato. No tuve que explicarle el motivo de aquella visita: me esperaba. Junto a él, en una mesa baja, yacía un ejemplar del boletín de la Asociación de Frenólogos, abierto en el dichoso artículo.

Si bien nunca había demostrado un carácter jovial, la taciturna melancolía de P. se había transformado en la viva expresión del padecimiento moral. Grandes ojeras circundaban sus magnéticos ojos negros y una mueca reemplazaba la semisonrisa misteriosa que tanto admiraban las pocas señoras que frecuentaban su compañía.

No había dormido bien en meses: eso estaba claro y era entendible en esas circunstancias. Pero su cansancio tenía una raíz mas profunda. Era evidente que su desvelo no era el mismo que el mío.

Mientras lo observaba, sentado frente a mí, sorbiendo en silencio su taza de té, me preguntaba qué secreto le estrujaba el alma de tal manera. ¿Quería yo realmente averiguarlo?

-Mi querido Theodore -comenzó lentamente, como quien elige las palabras adecuadas antes de pronunciarlas- lamento mucho involucrarlo nuevamente. Hubiera preferido no hacerlo, pero comprenderá que el episodio que compartimos fue lo suficientemente extraordinario como para invocar su testimonio.

Sinceramente, también lo hubiera preferido -le respondí– porque durante todo este todo este año he tratado de enterrarlo en lo más recóndito de mi memoria y olvidarlo, como a un mal sueño....

Al mencionar la palabra sueño, P. se transfiguró. Había pavor en su mirada. La taza de té tambaleó en su mano y, no sin dificultad, pudo colocarla sobre la mesita, derramando en el intento sus gotas oscuras sobre las blancas páginas. Pensé que iba a dar por finalizada la entrevista, alegando un repentino malestar.

Pero P. necesitaba hablar. Como un torrente, sin aceptar interrupciones de mi parte, casi sin tenerme en cuenta, conjuró en voz alta a sus peores demonios.

-Sueños... Sueños... –insistió- Valdemar me reclamó sus sueños. Antes de despertarlo del trance hipnótico. Sus sueños. Siete meses soñando su muerte, muriendo una y otra vez. Él quería morir tranquilo y sin dolor. Yo le quité su último sueño agradable. Y luego...

Mi amigo sollozaba, gemía, temblaba. De repente, se puso de pie.

-Sueños. Quiero mis sueños -continuó, como hablando con otra persona- Ya le he pagado, Valdemar. ¡Un año! Un año entero sin soñar. Noches desiertas. Nada... ¡Absolutamente nada!

Me fui de aquella casa con la convicción de que nada debe quebrantar las leyes estrictas del Universo. Siempre encontrará la forma de ajusticiar al atrevido.

Homenaje a Edgar Allan Poe, por tantas noches de literaria compañía