martes, 7 de julio de 2009

El cuchillo

Alumbró la noche con luz acerada,
tan fría, tan cruda como aquel invierno.
El filo impiadoso hizo un sólo tajo
y mudo y soberbio a la muerte llamó.

Igual que en las coplas de un tal Federico
Un hombre caía a la vera de un río.
Relámpago ciego, verdugo de plata,
inmune a la sangre, al miedo, al dolor.

Libre del encierro, la savia bermeja
tiñó la camisa, sucia de sudor.
Y como una sierpe onduló en la tierra,

último refugio de la carne tierna.
Junto a la silueta que recorta el polvo
yacía la templada hoja del traidor.

miércoles, 3 de junio de 2009

Epitafio R.

Hay que morirse y dejar un testamento.
Sólo tengo un centenar de libros entrañables,
la música del mundo empaquetada en cajitas,
mil imágenes robadas en celuloide,
reproducciones a un peso la copia
y unos cuantos amores dispersos e inconclusos.

Los heredo a quien crea conveniente
incrementar su capital con lo intangible
y esté dispuesto a revivir vidas imaginarias
y a levitar con acordes inmortales.

Fui pretenciosa y perpetré algunas páginas inútiles.
Me contenté con esbozar unos poemas olvidables
y con contar un par de historias anodinas.
Lo siento mucho: no pude evitarlo.
Escribir fue una compulsión irresistible,
un vicio, un delito inimputable.

Estos papeles no cuentan en la herencia:
me pertenecen, como mi cuerpo corruptible.
Prometo enterrarlos con mi mano y con mi lengua.
Que muerto el perro, se acabó la rabia.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Los lagartos nunca lloran

El lagarto está llorando,
la lagarta está llorando…

Federico García Lorca

Lagartos verdes y viscosos, verdeoscuros,
pegajosos como musgo, oscuros como cieno.
Con bocas saturadas de diente y lengua seca,
áspera, arenosa como el fin de la historia.
Con aliento amargo, inmundo, pestilente
y ojos aleves, calvos, legañosos
(ojos traidores, casi ciegos, incoloros)
Los lagartos, esos verdes y viscosos
se regocijan en el limo pegajoso
(pegajoso verdinegro de sus colas)
Los lagartos que no duermen con sus ojos.

Se revuelcan en el barro, chapalean
con sus colas traidoras y sus dientes
y desfilan por el agua como cisnes
pero muerden feroces como escualos.
Los lagartos tan verdes, tan viscosos
y resecos y prehistóricos y aviesos
se retuercen en el mar como delfines
con la gracia que tienen los lagartos.

Devoran con pasión la carne muerta
que alimenta sus corazas anacrónicas.
Monstruos modernos, ridículas sirenas
animal deplorado y deplorable.
Lagarto verdeoliva, verdebacteria,
maldecido, junto a sapos y culebras,
junto a la lacra servil y complaciente.

Nunca he visto llorar a los lagartos…

martes, 21 de abril de 2009

Descuartizando un poema de Vallejo

El hombre nuevo

Como en los Olivos, el hombre nuevo
Calmó su cólera encendida con puñales
Subiendo de espaldas por regiones claroscuros
Dejando un jirón de piel en cada espino,
Volando como paloma al viento de la angustia,
Redimiendo la muerte con la vida,
Esperando que semilla y espiga,
Cordero y oveja, renazcan semejantes.

La conciencia como una lúcida luna de cuarzo
Anida en los cristos desiguales
-pobre cristo dividido en sangre y llanto,
hieles y mieles, cruces y árbol, risa y espanto-
Cristos imperfectos, duales, corruptibles
Que aguardan la sentencia criminal de la materia:
Tierra y patíbulo,
Cuerpos y tumbas.

Como el profundo terciopelo de la noche
Acepta cráteres de claridad agonizante
O los vinagres descubren dulzuras imprevistas
Y el fuego también arde en espuma sofocada,
El hombre que fue niño,
Sangre y venas, párpados y ojos,
Corazón y latidos, sonido y pensamiento,
Surge en humus y alma, espléndido y antiguo.

Lo que queda del día

pálidas, plateadas columnas de aurora
reino del casto alabastro profundo

humedad cuajada de las hojas del árbol
esperando bosques arqueados de pájaros

pétalos colmados de terrestre belleza
simetría turgente, blanca sobre roja

candelabro de la tierra son botones de trigo
en valles y colinas, acequias y ríos

la fiebre de la vida desprende su aroma
alarga los mares y levanta al mundo

la que se quiebra en mínimas ranuras
se eleva, se pierde. Desnuda mis dudas.

jueves, 9 de abril de 2009

Play running

Me recorriste una y otra vez
y conocés
mi costado más bestial,
el animal
que dormita en las sombras de la noche.

Play running y navego por tu mente,
presente
en este cuerpo tan etéreo y tan virtual,
tan vital
para estallar en humores y sentidos.

El fantasma de tu huella
tiene aquella
demoledora contundencia de la carne,
de la sangre
que arremete sublevada por las venas.

Y en la piel y en el sexo y en la boca
esta loca
absoluta certeza de tu nombre.
Sólo un hombre,
una noche, una historia, un deseo.

lunes, 16 de marzo de 2009

La espera

Gris, como un teatro vacío y silencioso.
Como la plomiza tarde de un julio destemplado
o la cinta asfáltica de que derrite el sol de enero.
Gris, porque de ese indefinido tono neutro
están hechas las horas de la espera.

Absurda, como un piano en un salón oscuro,
que conoce de memoria la partitura del Vals Triste.
Absolutamente inútil, como una fotografía,
luego del minuto extático del bronce.
Así de vana es la duermevela del que espera.

Una mujer mira por la ventana hacia la calle.
¡Encontrar entre la multitud justo al milésimo hombre!
Por sus ojos, puedo ver que lo ha encontrado
y, lo que es peor, que lo ha perdido en el océano de almas.
Sin embargo, esperará. Siempre esperamos.

El aleph

Y en el sitio exacto entre el todo y la nada
en el límite mínimo entre el sol y la bruma,
menos luminoso que en la prosa borgiana
pero más brillante que mi desvelo incólume,
estaba el aleph, tentación humana.

Como en el sutil calidoscopio rojo de la infancia,
colores y formas se chocan y estallan
en imágenes bíblicas, presentes, pasadas,
y en futuros verdes, cianes y magentas.
Cinismo daltónico: sólo veo lo negro.

El mundo en panóptico, ventana indiscreta.
Catódicos rayos, noticiero moébico.
Fábula telemática, technicolor y en vivo.
El aleph-pantalla, sin cortes ni tandas.
Y yo, el bigbrother, el dios massmediático.

El agua que corre por el inodoro
y baja por las cloacas de la ciudad dormida.
De pronto, el Sena y sus puentes. Debajo,
debajo la vida, miserable y sucia. Notre Dame que llora,
como en cualquier parte.

O tal vez, un homeless de Brooklyn
que espera encontrar un carro de Wal-Mart.
Y entonces es Somalia, devastada de hambre
y ojos atrevidos que abofetean verdades.
¿O sería una villa olvidada en Buenos Aires?

Y cierro los ojos al Aleph que se abre
y muestra, piadoso, otra panza que crece,
la pared de mi casa, un árbol de glicina,
una mujer que escribe, un bandoneón que estruja
y un padre que silba cuando dobla la esquina.

Y otra vez la verborrágica realidad de la imagen.
Dolores repetidos, horrores reiterados. Estúpidos,
estúpidos rencores, mezquindades, la soez impudicia
del dinero malhabido, indignos blasones, disculpas procaces
y la muerte del hombre en cruces infinitas.

El aleph anuncia el fin de su emisión con una misa
con un mantra, con un vistoso logotipo.
Los esperamos mañana, con nuestra programación.
No se mueva de allí, no deje de asombrarse.
Aún quedan más horrores para ver en directo.

lunes, 23 de febrero de 2009

El maestro de inglés

Es extraño volver al barrio y comprobar que la vieja lechería donde comprábamos las vainillas para la merienda se ha convertido en almacén autoservicio y que el kiosco de Jorge, que nos proveía de mapas trasnochados para la clase de geografía, ha pasado a ser un polirrubro abierto las 24 horas. Además, del club de la esquina no quedan ni rastros y la camarilla de mi padre, ya sesentona, se ha trasladado a la sede de su otrora archienemigo, dos calles más arriba. Eso sí: el empedrado permanece incólume y el asfalto ha retrocedido espantado hasta la avenida.

Más allá, por suerte, los temibles “cosacos” de la policía montada han cedido paso a un depósito de mercaderías importadas y algunas casas han devenido en chalets de dos plantas y ladrillos a la vista. Resisten, como cruzados, la farmacia de Roberto, la carnicería de Andrés y la feria de los sábados, mientras que la escuela 14 ha perdido lozanía en su fachada, pero sigue enseñando el abecé a los mocosos de la cuadra.

Doblo mis pasos hacia Fraga, ahora Fernández, hasta la esquina de Giribone, que conserva orgullosa su nombre original. El otro kiosco y la barbería han desaparecido. La casa de la modista se mantiene en pie, aunque, claro, sin modista. Justo al lado, una puerta se abre. Entro.

Como todas las tardes, mister Bernárdez franqueaba la entrada de su casa para que sus alumnos particulares se asomaran a la gramática, la fonética y la semántica de la lengua inglesa. La pesada hoja de madera clara se inclinaba para conectar la calle con un interior que se suponía más largo que ancho, ya que los ojos de los estudiantes se detenían ni bien comenzaba el corredor. Allí se introducían, obedientes, en un cuarto cuyo centro lo ocupaba una mesa grande y alargada, custodiada por seis sillas solemnes y oscuras. El color de las paredes se perdía por entre los lomos de los libros, que se sucedían sin interrupción en anaqueles y vitrinas. Ni una ventana, ni siquiera una luz artificial y potente quebraba el ambiente casi monacal que reinaba en ese cuarto.

El maestro en persona atendía el llamado del timbre de la puerta de calle. Pulcro -sin pretensiones y sin lujos- y afable, mister Bernárdez daba las buenas tardes y hacía pasar a los alumnos hacia el salón de clase. Una vez adentro de él, se dejaba afuera al idioma español. La llegada del primer estudiante del turno siguiente indicaba el fin de la clase anterior, por lo que un retraso o una ausencia significaba la prolongación -no siempre deseada- de la lección.

El profesor era un hombre de sesenta años, de estatura breve y un cuerpo adecuado a su escasa altura, aunque dotado de una voz profunda y grave. Fumaba mucho y acusaba una tos crónica, que se volvía insidiosa y pertinaz durante el invierno. Jamás perdía la paciencia ni se le agriaba el carácter ante la ignorancia impenetrable de su interlocutor. Por el contrario, encendía un cigarrillo, prolongaba el silencio y acometía nuevamente con las nociones más elementales, sin menguar el entusiasmo ni la confianza en su capacidad docente.

Los martes y los viernes les correspondían al curso de tercer año, que reemplazaba al grupo de estudiantes más avanzados. Era un placer escucharlos, parlotear con soltura y adivinar los placeres ocultos de los textos de Oscar Wilde y Tennessee Williams. Para el trío de alumnos, que en el tercer curso se debatían con un libro de lectura de J.B. Priestley y las “Aventuras de Tom Sawyer”, parecía un estadío inalcanzable y sublime.

Mister Bernárdez era una fuente de conocimientos que fluían inagotables en la modulación armoniosa de su voz. Su amor por la literatura era contagioso y cuando tenía delante de sí un auditorio propicio se olvidaba de la lección del día y remontaba vuelo para recitar a Kipling, a Whitman , a Poe, a Coleridge, a Yeats. Los jóvenes que asistían a las clases de inglés aprendían a pensar en otra lengua, redescubrían la propia y respetaban al venerable maestro.

Durante ese invierno, habían habido algunos cambios de hábito, apenas perceptibles en un primer momento. Los padres de los escolares -por lo general, vecinos de unas pocas cuadras a la redonda- pasaban a retirar a sus hijos, que hasta ese entonces habían regresado solos a sus hogares. Los cosacos de la vuelta de la esquina cerraban las bocacalles con vallas, ni bien oscurecía y colocaban un reflector en el portón principal para iluminar al transeúnte desprevenido que atravesaba la noche. Las puertas de las casas estrenaron llaves y el club social del barrio daba por finalizada sus tertulias cuando caía el sol. El frío de julio había estragado la salud del profesor, obligándole a suspender las clases por un par de semanas. Una bufanda a cuadros lo acompañaba a su regreso, tan constante como el humo gris de los infaltables cigarrillos negros.

Hasta que llegó ese día terrible. La clase de los viernes a la siete, tan plácida y entretenida como de costumbre, se interrumpió por un golpe seco. Portazo. Gritos. Como en una película de acción, la puerta de ese santuario se abrió de un puntapié. Botas. Fusiles. Una voz prepotente y grosera violó la ceremonia secreta del conocimiento.

El contraste era grotesco: por un lado la pequeña figura del maestro, sereno como un lama. Por el otro, la insolente sinrazón de las armas. Con la misma gracia bestial de los gorilas manosearon libros, revolvieron estantes, empujaron sillas, ordenaron respuestas. Un grupo merodeaba por los fondos de la vivienda, otro escrutaba con desdén e impudicia los rostros de un hombre humillado y de tres jovencitos que apenas comprendían.

Allí estaba Gustavo, el hijo del dueño del mercadito -verdulería y carnicería-, un rubiecito con cara de ángel y travesuras de demonio, como rezando en voz baja. Nunca había necesitado a ese Dios que, diariamente y por obligación, invocaba con los curas del Colegio San Antonio. Su cara arrebatada y el brillo feroz de sus ojos azules también denotaban rabia. ¿Por qué no sería lo suficientemente grande, lo suficientemente hombre, como para parar ese absurdo melodrama, ese episodio inoportuno que no figuraba en la saga de Mark Twain? La rebeldía de Tom Sawyer y sus buenos sentimientos de camaradería habían encarnado en el chico, como otras veces, cuando se identificaba con sus diabluras.

A su lado, haciendo equilibrio en su pierna sana, Laurita era la imagen de la piedad. Una fuerza hasta entonces desconocida había templado sus nervios, siempre tan frágiles, y las lágrimas, que en muchas ocasiones parecían desbordar sus enormes ojos oscuros, se negaban a asomar. Laurita apretaba sus labios, se apoyaba en su bastón hasta dejar blancos los nudillos de su mano y aguantaba las miradas sin pestañear.

La otra chica que completaba el grupo, sacudía su cola de caballo y reclamaba la presencia de su madre, alegando ser menor de edad. Hablaba sin parar para no escuchar los ruidos sordos de los muebles al chocar y los latidos desbocados de su corazón.

Y el maestro, con las manos en los bolsillos -agobiado pero no vencido- respondía amablemente, protegiendo con su impasividad a sus pupilos. Ni la más mínima resistencia, ni un gesto violento, ni una palabra airada. Sin embargo no había cobardía en su actitud deliberada, sino una firme determinación para tranquilizar a los chiquilines y acelerar la requisa.

De la misma forma intempestiva con que se había presentado, el comando abandonó la casa. Como un vendaval, había arrasado con todo: objetos y personas habían sucumbido a la ráfaga brutal y al terror más instintivo.

Y el llanto, protegido como un único tesoro, inundó las pupilas de las mujeres, mientras que los insultos, rumiados durante esos largos minutos, explotaron en los labios masculinos. La desolación, compañera fiel de la impotencia, descendió sobre la casa como la noche.

Tiempo después, las vecinas comentaron que andaban detrás de Carlos, el hijo mayor de mister Bernárdez. Finalmente, se supo que el muchacho había aparecido muerto en otra ciudad. Se murmuraba que al padre le informaron que lo había matado un asma violenta e inexplicable.

Como en un túnel del tiempo, me veo con la cola de caballo tirante y erguida, las medias tres cuartos que no alcanzan a reparar del frío a mis rodillas y un par de cuadernos debajo del brazo. Frente a mí, un cuarto a media luz, seis sillas solemnes y oscuras, una mesa grande y un universo de libros haciendo equilibrio sobre las paredes.

Asisto una vez más a la ceremonia secreta de la enseñanza y de mi boca surge irrefrenable un “Good afternoon, teacher”. El maestro, más pequeño y encorvado que en mi recuerdo, más canoso tal vez, pero con esa inconfundible voz me invita a pasar para ocupar ese asiento que dejé vacante treinta años atrás.

Sin preguntas, sin explicaciones incómodas e inoportunas me saluda, como remedando a Fray Luis de León, “Como decíamos el viernes...” Fue una clase magistral, donde ambos vencimos al espanto y saldamos aquella vieja deuda de honor que habíamos contraído en una tarde de invierno.

Las clases se interrumpieron indefinidamente. La vergüenza y el temor minaron la confianza y el entusiasmo. La puerta de madera permanecía casi siempre cerrada y ya no se veía el desfile incesante de jóvenes que acudían -por motu propio o a instancia de sus padres- a comulgar con una sabiduría universal y sin idioma.

Dicen que el señor Bernárdez murió hace un par de años, en la casa de la puerta de madera clara. El maestro de inglés había muerto aquella tarde de invierno, cuando el miedo se adueñó del salón de clases y de las almas...

Una mano amiga me rescata. Es Gustavo, el hijo del dueño del Mercadito 13. Apenas reconozco en este hombre buen mozo y formal a ese pibe travieso de flequillo indómito y ojos pícaros. Aún conserva el mechón ingobernable, que caía como una cascada dorada sobre su frente, pero ahora es contador público y carga consigo un teléfono celular y un maletín.

El tampoco me reconoce fácilmente. Casi no queda nada de aquella nena regordeta y parlanchina, excepto un par de kilos que siempre están sobrando. Pero por algún motivo nuestros pies han coincidido frente a esa puerta y por lo tanto no hay lugar para la duda.

Los dos, sin mediar palabra, en un ritual de miradas cómplices, homenajeamos al maestro, parados en el portal de madera clara que nunca nadie nos volvió a abrir.

martes, 10 de febrero de 2009

Las noches robadas

Hace un par de días leí, no sin sorpresa, un artículo firmado por mi estimado amigo P., publicado en la revista de la Sociedad Frenológica, donde refería el resultado del lamentable experimento practicado sobre el malogrado Ernest Valdemar.

Mi asombro se debió a que, habiendo transcurrido ya un año desde aquel espeluznante desenlace, P. se había negado una y otra vez a hablar del hecho, aún dentro de su círculo más íntimo. Yo tengo todavía los nervios destrozados por la extraordinaria y repugnante experiencia. Durante los últimos meses me ha costado un esfuerzo sobrehumano retomar mis estudios de medicina. Cada vez que asisto a una necropsia en el anfiteatro de la Universidad, debo retirarme descompuesto.

Y ahora, supongo, me citarán a declarar ante la Sociedad para corroborar la veracidad del artículo. Quisiera no tener que recordar lo que vi y lo que oí. Demasiado lo he recordado durante estas largas noches de inquieta vigilia. Porque lo que relató P. es cierto, cien por cien. Sólo que en su informe noté un dejo de culpa y desasosiego, que se le colaron al autor por entre los términos académicos. Presentí que se trataba de su testamento intelectual.

Este presentimiento me convenció de que se hacía impostergable una visita a mi notable amigo. Esa mañana me levanté temprano, luego de otra de esas noches aterradoras, y me dirigí a la vieja casona de Harlem -yo vivo en Brooklyn- con tiempo suficiente como para charlar a gusto hasta la hora del almuerzo. La luz del día suele espantar los pensamientos lúgubres y aclarar la mente, me dije.

Cuando llegué, P. estaba dormitando en una poltrona, pero se espabiló ante el leve murmullo que provenía del hall de entrada. Me hizo pasar de inmediato. No tuve que explicarle el motivo de aquella visita: me esperaba. Junto a él, en una mesa baja, yacía un ejemplar del boletín de la Asociación de Frenólogos, abierto en el dichoso artículo.

Si bien nunca había demostrado un carácter jovial, la taciturna melancolía de P. se había transformado en la viva expresión del padecimiento moral. Grandes ojeras circundaban sus magnéticos ojos negros y una mueca reemplazaba la semisonrisa misteriosa que tanto admiraban las pocas señoras que frecuentaban su compañía.

No había dormido bien en meses: eso estaba claro y era entendible en esas circunstancias. Pero su cansancio tenía una raíz mas profunda. Era evidente que su desvelo no era el mismo que el mío.

Mientras lo observaba, sentado frente a mí, sorbiendo en silencio su taza de té, me preguntaba qué secreto le estrujaba el alma de tal manera. ¿Quería yo realmente averiguarlo?

-Mi querido Theodore -comenzó lentamente, como quien elige las palabras adecuadas antes de pronunciarlas- lamento mucho involucrarlo nuevamente. Hubiera preferido no hacerlo, pero comprenderá que el episodio que compartimos fue lo suficientemente extraordinario como para invocar su testimonio.

Sinceramente, también lo hubiera preferido -le respondí– porque durante todo este todo este año he tratado de enterrarlo en lo más recóndito de mi memoria y olvidarlo, como a un mal sueño....

Al mencionar la palabra sueño, P. se transfiguró. Había pavor en su mirada. La taza de té tambaleó en su mano y, no sin dificultad, pudo colocarla sobre la mesita, derramando en el intento sus gotas oscuras sobre las blancas páginas. Pensé que iba a dar por finalizada la entrevista, alegando un repentino malestar.

Pero P. necesitaba hablar. Como un torrente, sin aceptar interrupciones de mi parte, casi sin tenerme en cuenta, conjuró en voz alta a sus peores demonios.

-Sueños... Sueños... –insistió- Valdemar me reclamó sus sueños. Antes de despertarlo del trance hipnótico. Sus sueños. Siete meses soñando su muerte, muriendo una y otra vez. Él quería morir tranquilo y sin dolor. Yo le quité su último sueño agradable. Y luego...

Mi amigo sollozaba, gemía, temblaba. De repente, se puso de pie.

-Sueños. Quiero mis sueños -continuó, como hablando con otra persona- Ya le he pagado, Valdemar. ¡Un año! Un año entero sin soñar. Noches desiertas. Nada... ¡Absolutamente nada!

Me fui de aquella casa con la convicción de que nada debe quebrantar las leyes estrictas del Universo. Siempre encontrará la forma de ajusticiar al atrevido.

Homenaje a Edgar Allan Poe, por tantas noches de literaria compañía

viernes, 30 de enero de 2009

Conmigo

Me condenaron a estar conmigo. Desde hace unas horas y quién sabe hasta cuando no tengo otra compañía que mi propia voz, que, como resuena dentro de mi cabeza, ni hago el esfuerzo de exteriorizarla. En el silencio sordo y espeso que me circunda pareciera que puedo escucharme claramente.

Así estamos: en la mitad de mi vida y ya habiendo resignado casi todos los sueños juveniles. No todos, eh. Algunos fueron reemplazados por aspiraciones más modestas. Pragmatismo. Nos damos cuenta de que ya estamos grandes cuando dejamos de ser promesa y el horizonte se achica considerablemente. Extraño esa sensación de omnipotencia, ese desconocimiento de la propia limitación. Porque la madurez, la aprehensión de la realidad, tiene un tufillo semejante al conformismo, al aceptar quedamente que uno no puede cambiar nada, ni siquiera su entorno más próximo y cotidiano.

Supongo que todavía hay alguna esperanza para mí, de otro modo no estaría haciéndome estos cuestionamientos. Algo se ha salvado. Aunque también esa pequeña rebeldía sobreviviente puede ser la causa de mis males, quien sabe. Esto de estar a medio camino no es para nada bueno. Es ni. Soy ni.

Y no me refiero a la temible barrera de los cuarenta años que ya traspasé sin daño aparente. Entre nos, tengo que reconocer que para afrontar el cambio de década tuve que tomar aire y relajarme, porque la mera idea me fastidiaba mucho. No quería, no tenía ganas. No me vengan con esas patrañas de que la juventud se ha extendido, que existen miles de trucos para prolongar la lozanía, que lo mejor está por venir. Como si se tratara de arruga más, kilo menos, ¡por favor! Volvemos al principio. ¡Se trata nada menos que de los sueños! Recuerdo cómo me imaginaba que iba a ser a esta edad y cotejo con lo que hice de mí... ¡Y el tiempo que corre y siempre nos alcanza!

La mediocridad es un monstruo que devora las voluntades más firmes y las aptitudes más notables. Apenas bajamos la guardia, ¡zas!, nos come la medianía. Y uno se transforma en un ser ni. ¿Dónde quedó ese germen de genialidad que vislumbraron nuestros maestros? ¿Qué hicimos con la capacidad que al azar genético nos legó? ¿Es falta de coraje? ¿Anestesia de ambiciones? ¿Simple desidia? ¿O será que nunca fuimos más que un espejismo, una ilusión óptica de buena factura?

Siquiera el consuelo de no darse cuenta. Pero uno es malditamente consciente de la estafa. Yo sé que tengo que pedirle disculpas a la persona que fui y a los sueños que tuve por haberlos traicionado.

Mejor pienso en otra cosa, porque la rabia me ahoga. Hoy por hoy, no puedo arreglar nada. Tampoco sé si haya oportunidad mañana. Ese falso compromiso con el mañana... “mañana dejo de fumar”, “mañana renuncio”, “mañana empiezo la dieta”. Los días lunes también deben estar hartos de ser invocados en vano. Del único momento que disponemos completamente es de este preciso minuto, ya, ahora mismo. Claro que entonces deberíamos tomarnos en serio el asunto, sin dilaciones. Por lo tanto, siempre habrá decisiones que tendrán que esperar hasta mañana.

Con esta costumbre de postergar se posponen hasta programas de lo más placenteros. ¡Qué ganas de pasar un día a la orilla del río! El río me refiere directamente a mi padre, siempre listo para ir de pesca, siempre demasiado inquieto para detenerse a mi vera. Es curioso que me resulte tan difícil acercarme a él, siendo tan semejantes. ¿Habrá un oscuro resentimiento que no logro exorcizar? ¿De dónde viene? Hay tantas excusas que uno inventa para no sufrir, para hacerse inmune al dolor, para crecer. Me pregunto qué hacían nuestros antepasados sin el psicoanálisis. ¿Cómo resolverían los estigmas que van dejando la relación con nuestros padres? ¿O simplemente no les achacaban la culpa de sus fracasos a sus progenitores? Probablemente, se harían responsables de sus actos y determinaciones, no sé. De todos modos, es mucho más tranquilizador tener alguien a quien culpar. Antes habrá sido el destino infausto, el designio adverso de los dioses. Ahora, que evolucionamos y somos más pedestres, buscamos el culpable en casa, que está más a mano.

No digo que no haya cada familia que... Homo hominis lupus. La habilidad para hacer daño a los demás es algo que hemos perfeccionado hasta la barbarie. Nadie está exento de sentir ese perverso deleite que proporciona someter al vecino. Sino, fijate en las mínimas disputas cotidianas. Lo pienso y tengo clara mi propia vileza, ejercida a diario, en dosis homeopáticas. ¿Cuántas veces he lastimado a sabiendas? ¿Cuántas otras aproveché una situación de poder sobre el otro para humillarlo?

Yo quitaría de la lista de pecados capitales a la lujuria y a la gula y pondría a la crueldad y a la hipocresía. Un glotón no jode a nadie, más que a su colesterol. Y está demostrado que el sexo es beneficioso para la salud. Yo creo que vengo bastante impoluto, sino fuera por la ira. Hasta la ira creo que se me ha domesticado un poco con los años... aunque es mejor no hacer la comprobación.

Experimento un cansancio de lo más completo, físico y mental. Perdí la noción de cuánto hace que estoy divagando aquí, porque la velocidad del pensamiento es difícil de estimar y no tengo forma de averiguar el paso de las horas. Es como un útero, uno flotando en el líquido amniótico de la nada, con la vaga sensación de que afuera pasa algo. No veo el túnel con la luz en el fondo ni me están esperando muertos familiares, por lo que intuyo a) no estoy muerto o b) estoy muerto y b-1) las historias que cuentan los que supuestamente volvieron del más allá son charlatanerías o b-2) no me esperan ni los perros.

Uf… tenía tanto para hacer hoy. ¿Alguno de los boludos de la oficina se habrá acordado de hablar con el ingeniero? ¡Y había que darle una respuesta a ese cliente que llama todos los santos días…! No lo aguanto más. Se piensa que porque paga tiene derecho a rompernos las pelotas a cada rato. Bah, que se las arreglen sin mí. Ni siquiera sé por qué lo hago. ¿Dinero? ¿Reconocimiento? Si la pasaría tan bien en una cabaña, mirando como el mar rompe sus olas, una y otra vez, inmutable, ajeno a los avatares humanos. ¿Cómo me convertí en este que soy? ¿Cuándo dejé de creer en mí? ¿Crecí?

Estoy solo. Muy solo. Bien solo. ¿Acaso alguna vez no lo estuve? OK… amé y fui amado, tal vez más de lo que me merezco. Pero ¿dejé de estar solo? Porque uno se traga todo el argumento del alma gemela, no puede sustraerse a la tentación de buscar la plenitud complementaria del otro, que casi nunca deja de ser un extraño en nuestra cama. Y queda condenado a vagar por el mundo como un patético héroe romántico decimonónico o convertirse en un maratonista del sexo, vulgarizándose, derramándose en pieles y oquedades que al otro día no podemos reconocer como territorio conquistado. En síntesis, suspiramos por la mujer etérea de Girondo mientras nos comportamos como neandertales…

Mirá si en un rato me despierto y me doy cuenta que me convertí en mina, ja. La verdad, me encantaría estar un rato dentro de una de esas máquinas infernales, no para poseerla como macho, sino para ver qué tan diferente se ve el cielo con sus ojos. Porque en ocasiones parecen marcianos, dueñas de una lógica que desafía todas las ciencias conocidas. Ya estoy diciendo disparates…

Podría dormir, pero creo que estoy dormido. ¿O esto qué es? ¿Estaré soñando? No, si uno sueña que sueña se despierta, dicen. Claridad no hay. A ver si me muevo… ¡Es como si no tuviera cuerpo! ¡Carajo! Esto está muy raro. Ahí está. Esa es mi mano, huesos, músculos, nervios, vasos, piel. Siento las partes y el todo. ¡Siento! Ahora escucho murmullos… Hay alguien ahí. A ver si me escucha… ¡Soy yo! ¡Ayúdenme!

- ¡Doctor! ¡Doctor! ¡El paciente reaccionó!
- Viejo, qué trabajo nos dio… Pensábamos que ya lo habíamos perdido. Soy el doctor Lucca. No, no se asusté, está todo bien. Tuvo un accidente y estuvo en coma una semana.