lunes, 6 de diciembre de 2010

Heroínas griegas II

Galatea

Grabada en granito, la gracia
aguarda el genio gozoso del artista.
Inmaculada, la piedra responderá al golpe.
Generará curvas, ganará tersuras
hasta gustar más que la carne misma.
Gentilmente la grácil diosa
bendecirá este amor de Galatea.
La otra, guiada por el grotesco Polifemo,
guardará sus gemidos en el agua.

Helena/Hero

Hay hombres que hacen guerras por su hembra.
Hallan tal hermosura en Helena
hermosura que hiere los sueños
como hierro candente,
que no hesitan en hollar, humillar, hendir.
Hay otros capaces de hundirse en el helado Helesponto
para hincarse ante Hero.
Habida cuenta del rigor de los hados
Para con estos hombres honorables
Hoy en día son bien vistas
las harpías.

Ifigenia

Ignorando la impiedad de su padre,
imaginaba Ifigenia ilusiones infantiles.
¿Cómo intuir que la ira divina
cobraría impuesto a la inocencia?
Inmóvil, el mar imploraba intensos vientos
que impidieran la injusticia.
¡Oh, Artemis, implacable cazadora,
no seas insensible a semejante iniquidad!
¡Intentó ya Agamenón indemnizarte
inmolando a su Ifigenia!
Indicando el futuro para Isaac
intercambió la diosa, infante por cordero.

Jantipa

Jamás juntarse pudo el jardín con el desierto.
Jalonado estaba Sócrates de saberes
por los cuales jactarse.
Jornada tras jornada
Jerarquizaba el ágora con su juicio.
Mas Jantipa…
Jaro jumento de jerga jadeante
¿Cómo justificarla?
Juro que juzgué justo y necesario
encerrar esta joya en una jaula.

Lisístrata

Lisístrata, hija de Lesbos, lúcida, lírica
líbranos de luchas lúgubres y lejanas.
Llévate la lujuria lejos del lecho
del león lascivo.
Límpianos la llaga del lúes
lamentable de la lanza.
¡Aristofánica Lisístrata!
Llegaste lejos con tu loca llama
y tu lengua lógica.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Heroínas griegas I

Antígona

Abandonado a las alimañas y casi adolescente
yace Polinices, asesino y asesinado.
Acatando el anatema, abatió y fue abatido.
Antígona aguarda el alba.
Lo arropará con sus fraternales alas
aunque amenacen los hados.
Ahora la acecha una amarga agonía.
Antígona anticipa la asfixia,
aprieta la angustia
y acepta su albur.

Briseida

Brazos bárbaros se baten por Briseida
hija de Briseo, viuda y huérfana,
botín de guerra.
Bastó un beso para que el Pélida
buscase su boca
como un borracho su botella.
Bastó un berrinche micénico
para borrar su bravo
blandir en la batalla.
Belleza que blasonó Ilión
borrada por las bestias.

Casandra

Cuando convengas un comercio
y te creas capaz de conseguirlo
confiscando la confianza,
considera el caso de Casandra.
Consorte del Pitio
cambió conocimiento por su carne.
Claro que calculó mal.
Conocimiento le cedió Apolo
más no credibilidad.
Pobre Casandra,
con tantas certezas a cuestas
y condenada a callarlas
para pasar por cuerda.

Dafne

De dos deidades pluviales nació Dafne,
desgraciada dríade que debió detener
el deseo inspirado por un dardo de Eros.
Doncella de los bosques,
donde, ajena al desafío de los dioses,
disfrutaba del dulce devenir de los días.
No fue Dionisio, el disoluto,
sino Apolo, el diáfano,
quien le deparó un destino doloroso.
Defendió su decoro con denuedo
hasta que, desesperada y digna,
desnudó su esencia de laurel.

Electra

Eligió Egisto a esa que me engendró
¿Era acaso más elegible que yo?
¿Era ella esbelta y elegante?
Enferma estoy.
Es una espina que escarcea
mi entendimiento y lo enferma.
Ella no será de él, él no será de ella.
¡Escúchame, hermano!
Este engaño execrable nos excede…
El estertor es una música excelsa
para extirpar el cáncer de la envidia.

Fedra

Famosa y fingida fue mi familia:
fingió mi madre ser vaca para yacer con un toro,
fingió mi padre no saberlo y encerró al bastardo,
fingió mi hermana creerle a Teseo,
fingíó Teseo amarme después..
Finjo ahora yo misma
un amor filial que es fuego puro.
Y fingiré furor y felonía
porque mi vida ha sido una ficción.
Febril, fingiré hasta el final
que se aproxima.
Y fiel a mí, brindaré una última función
fatal.

domingo, 20 de junio de 2010

Avellanedatango

No quisiera volver a mirarte
Con ojos que añoran paisajes queridos.
El recuerdo y la ausencia mejoran
Geografías pequeñas, paraísos perdidos.

Una tarde cualquiera podría perderme
En mi calle, al seiscientos de la realidad.
Una brisa agridulce vendrá del Riachuelo
Para despojarme de mi soledad.

Ayeres tallados en piedras cansadas
Espejos de infancia,
Húmeda ilusión.
Con el obstinado ritmo de la lluvia
Desando el olvido de mi corazón.

Y ese límite último del mundo
Que impone rotundo el blanco paredón.
Aún la sangre impregna el ladrillo
Que una noche oscura acribilló el horror.

En aquella puerta verde del pasado
Se abren como un sueño doradas historias.
Ya sin la mochila gris de la nostalgia
Abro una ventana azul a la memoria.

Ayeres tallados en piedras cansadas
Espejos de infancia,
Húmeda ilusión.
Con el obstinado ritmo de la lluvia
Desando el olvido de mi corazón.

miércoles, 12 de mayo de 2010

El jefe de la Cuarta Columna

"Y si se nos dijera que somos casi unos románticos, unos idealistas inveterados, que estamos pensando en cosas casi imposibles y que no se puede hacer de una masa de un pueblo un arquetipo humano, nosotros le tenemos que contestar una y mil veces que sí. Que sí se puede. Que debe ser así. Que tiene que ser así. Y será así, compañeros."
Ernesto Guevara de la Serna

Sierra Maestra, 1957.

Hasta El Hombrito habían llegado los hombres de Batista, con sus aviones, sus fuerzas regulares, sus bombas y su prepotencia. Rosa Arévalo era apenas una niña, una más de los tantos chiquilines que habitaban esas fincas pobres, de ranchos de madera y estoicos cafetales. A Rosa la divertía ese revuelo, sin entender de dictaduras ni de causas justas. Se trepaba al techo de su casa y saludaba con su manito sucia a los biplanos que pasaban casi rozándola.

Pero llegaron esas tremendas explosiones. La metralla la obligó a refugiarse en el sótano de la vivienda. La curiosidad infantil cedió al miedo, ante el ruido mortal que destruía todo a su paso. Y en medio del horror, un hombre joven, alto, delgado y barbado, que llevaba en su rostro las huellas de la enfermedad, le enseñó a colocarse un palito entre los dientes para aguantar mejor los estallidos.

Ese hombre era el médico de la avanzada rebelde, que se había dividido tras el feroz combate de El Huero. Los combatientes sanos y fuertes continuaban esa guerra a hurtadillas por la sierra, al mando de Fidel Castro Ruz, un abogado cubano de unos treinta años. Los heridos habían sido conducidos hasta El Hombrito por el doctor Ernesto Guevara para curarlos y devolverlos al infierno.

Pero el paraje, un caserío disperso en ese páramo -donde hombres, bestias y vegetación sobreviven a calores sofocantes y soles perpendiculares-, no era seguro. Había resistido en pie los bombardeos constantes desde mediados del 57 y, demasiado cerca, en El Turquino, amenazaba un ambicioso coronel, cuya fiereza lo haría merecedor de un rápido ascenso: era el teniente Sánchez Mosquera.

Su proximidad, como un aliento caliente en la nuca, no preocupaba sólo a los rebeldes. Los campesinos de El Hombrito colaboraban estrechamente con los guerrilleros, tal vez por la solidaridad que despierta el bando más débil o por el carisma de los jefes revolucionarios, las gentes transportaban clandestinamente armas y alimentos, proporcionaban escondites y servían de correo secreto. Las represalias serían inevitables si el teniente recuperaba El Hombrito.

A Rosa la asustaban un poco "los barbudos" siempre que llegaban al pueblo había corridas y griterío y ni un lugar para ocultarse. Si subían al cerro, el Ejército los perseguía con los aviones y algunos habían desaparecido al internarse en los matorrales. Por lo menos, los "barbudos" no se metían con ella, aunque le inspiraran cierto recelo.

Las familias se reunieron y deliberaron. Ponciana, a quien todos llamaban la Vieja Chana, resaltó las cualidades del doctorcito extranjero. "Es bueno, decente, cariñoso con todo el mundo y sólo se muestra duro con los que se ponen pesados" -argumentó. Don Porfirio Matamoros sentenció: "Tiene la mirada directa de los dicen la verdad". Juan Solo sintetizó el pensamiento unánime "Es un buen tipo, un tipazo". El apoyo campesino continuaría en El Hombrito, un paisaje de romeros y arbustos bajos recortado en la falda de un picacho de cimas casi gemelas.

Los jefes se reunieron y deliberaron. En los Llanos del Infierno, Fidel se reencontró con Guevara y le encomendó la misión de ir con la Cuarta Columna -recién formaba- a combatir en la zona de El Turquino, un área de doscientos kilómetros cuadrados. Del encuentro, Guevara salió Comandante. Hacía rato ya que era sólo el Che.

Antes de partir para el Turquino, se colocó una inmensa bandera cubana en la cima más alta de El Hombrito. Rosa era la primera vez que veía flamear el pabellón nacional en esa tierra del olvido.

La comandancia se instaló en el caserío, desde donde se organizó la expedición. Detrás de esa denominación grandilocuente se levantaba un campamento miserable. Rosa no podía creer que esa vianda nauseabunda -que Juana Santos calentaba con asco y en contra de su voluntad- era el alimento del Jefe y su tropa. El comandante se negaba a tirar la comida pasada, más apta para la basura que para el estómago, y Juana se debió acostumbrar a la fanática austeridad del guerrillero.

Al hospital de la comandancia lo siguieron instalaciones para procurar el abastecimiento del campamento. Así nació un horno de barro para cocinar el pan, un verdadero lujo para esos hombres mal descansados y peor comidos. La harina era una rareza y el pan se distribuía a media ración por persona. La regla era tan inflexible que incluía invariablemente al Comandante. Un combatiente, que tuvo la peregrina idea de agasajar a su jefe con un pan entero fue sorprendido por la rudeza de sus palabras: "¡Idiota!" -diría el Che -"Cuando todos los soldados alcancen un pan, tú le traes un pan al Comandante". Nacía la leyenda.

A mediados de noviembre, llegó la información sobre el envío de tropas de refuerzo para Sánchez Mosquera. Ya no quedaba otra salida que ir a su encuentro para vencer o morir.

Rosa ve partir al puñado de hombres. No supo desde donde llegaron, tampoco sabe hacia donde van. Juana le alcanza un pocillo de café. "Llévaselo tú, mi niña" -le dice. El Che esta pensativo, con el puro en la mano y la mirada concentrada en un punto fijo. Ha dejado de escribir. Porque siempre está escribiendo. Rosa no sabe que impulsa a este hombre a aporrear esa vieja máquina. Deja el café sobre la mesa y recibe a cambio una sonrisa.

El Jefe divide la cuarta columna en dos grupos. Confía a sus lugartenientes, Camilo Cienfuegos y Ciro Redondo, la vanguardia que hará contacto con el Ejército de Sánchez Mosquera, y se reserva para sí ochenta hombres. Los regulares son unos cien efectivos. Sin embargo, la diferencia es enorme. Basta ver a los rebeldes: flacos, sin calzado, mal pertrechados y casi sin entrenamiento. No alcanza con la fe inquebrantable del Comandante para acortar la distancia.

Cuando el ala de Camilo choca con los milicos en los Altos del Coco, la realidad se muestra con toda su crudeza. Los rebeldes huyen entre los pastizales y pierden todo contacto con la comandancia. En las sombras de la noche, intentan recomponerse y resistir. Resistir para volver a empezar.

El Che y sus ochenta apóstoles se asientan en Marverde. Descansan de la agotadora marcha por los senderos estrechos, al amparo de los arbustos -sus mejores aliados, junto con la oscuridad-, de ese sol eterno, del hambre perpetuo y esperan, una vez más. No hay noticias de Sánchez Mosquera. Como si se lo hubiera tragado la Sierra.

Es día 29 del mes de noviembre, cuando un campesino arriesgado, de los pocos que permanecen en esa tierra asolada, les avisa que hay un centenar de soldados acampando en El Naranjo, a pocos kilómetros de allí. No hay dudas: es Sánchez Mosquera.

El Che medita. Hay dos únicas vías de escape para los milicos. Una, subiendo por la Nevada para dar con el camino de las minas de Huizito. La otra, más peligrosa, siguiendo el curso del río La Mula, hasta llegar al Turquino. Ambas rutas son arduas para transitar con la pesada carga de los fusiles, las ametralladoras y los equipos de comunicación con los que cuenta el Ejército nacional.

El Che decide. Hay que organizar un cerco con la reserva de El Hombrito, más la tropa recuperada por Camilo y Ciro, en contacto nuevamente con la columna principal. Por el este, irá Raúl Castro Mercader. Por el oeste, los tenientes Noda y Vila Acuña. El Jefe cubrirá el ala sur, para impedir que el enemigo gane la costa.

El Che fuma en silencio. Emboscado, aguarda el momento oportuno para dar la orden de atacar. Tres soldados, tres presencias imprevistas, desarman un plan casi perfecto. Confundidos con la punta de la avanzada de Sánchez Mosquera, los rebeldes los persiguen para tomarlos prisioneros y averiguar la estrategia del oponente. La persecución precipita el combate, que estalla incontrolable como un polvorín, como un deseo contenido durante largo tiempo.

Desde El Turquino llegan refuerzos para Sánchez Mosquera, unos doscientos hombres ansiosos para entrar en batalla. El Comandante envía a dos pequeños grupos para contenerlos pero son desbordados por la contundencia de la superioridad numérica.

La Sierra se apaga de a poco. El sol afloja, las escaramuzas no ceden. En ese arbusto, en aquel montículo se guarece el enemigo. Un matorral dispara una andanada. Gritos, carreras y de nuevo el silencio. La pelea es desigual para ambas partes: la inhospitalidad del terreno es un rival común.

Con la tarde, cae Ciro. Impávido, el Che ordena rescatar el cuerpo y recuperar las armas. Un campesino -Rafael Verdecía- encontrará, horas más tarde, al muerto semienterrado junto al alambrado de su chacra y lo sepultará piadosamente. Y el Jefe, tan firme en la lucha, tan exigente consigo mismo, se permitirá un instante de tristeza y flojera y, sentado sobre una piedra solitaria, reflejará el filoso dolor que le ha producido la pérdida del camarada.

Los combates siguen durante toda la noche. Con el amanecer, el Comandante ordena traer desde El Hombrito la única ametralladora 30 con la que cuenta la 4ta. columna. Rosa mira asombrada ese armatoste y a esas cuatro sombras que entran en el pueblo, furtivos como ladrones, para perderse en la espesura de los romeros y de la semipenumbra. Nadie habla, pero todos tienen pintada en el rostro la desesperanza.

Los doscientos refuerzos ya se han unido con el teniente Sánchez Mosquera. El apuro de los hombres de la ametralladora, su loco ascenso por la Sierra, los jirones de ropa que han dejado en el camino y las ampollas de sus pies, no hallan justificación. Se necesitarían varias armas mortales para frenar el avance de los militares.

Muertos y heridos, los hombres caen como ramas secas en medio de la nada. Los rebeldes huyen hacia el campamento de El Hombrito. En El Naranjo sólo quedan las matas de romero pisoteadas y la res de un cerdo que nadie alcanzó a comer.

Rosa busca entre las caras marchitas. Apenas reconoce al Che en ese muchachón exhausto por las jornadas de El Naranjo y por ese ahogo inoportuno que le aprieta el pecho. Corre hacia Juana "¡Un café, Juana, un café para el Comandante!" -le suplica. Rosa cree que el café le colocará otra vez la sonrisa en su lugar. Ya no la asusta la barba crecida y el vozarrón amable y esos ojos que perforan el alma.

Esta vez, los heridos no se alojarán en la comandancia. Los sobrevivientes parten hacia el paraje de La Mesa. En la finca de Polo y Juana se montará el nuevo campamento. Hasta allí nunca ha llegado el Ejército.

Victorioso, Sánchez Mosquera arrasa El Hombrito. Los campesinos confirman sus peores presunciones. En una noche, el caserío se convierte en una gran hoguera. Rosa ve arder los ranchos de Pedro Matamoros, Joaquín Fonseca, Leonilo Torres, Juan Solo, Ramón Castellanos y el suyo propio. Es decir, todas las casas. Sólo se salvo una, la de la vieja Chana. Los milicos no la vieron desde el Alto. Pero ella prefiere creer que la protege la profecía del Che, que le había dicho "Chana, no te muevas de aquí. A ti no te pasará nada". Rosa se pregunta porque no la protegió a ella también.

El Ejército avanza más allá de El Hombrito. En los Altos de Conrado, Sánchez Mosquera se enfrenta por última vez con los rebeldes. En la refriega han herido al Che, pero él nunca lo sabrá. La bala penetró su calzado Tomoacán, que llevaba desde el desembarco, y se alojó en el empeine. Casi sin aire en los pulmones, lo llevaron en andas hasta la casa de Conrado, donde don Ventura Valdez le extrae el plomo con una cuchilla bien afilada.

En La Mesa, la noticia provoca estupor e incredulidad. ¿Adonde huir sin el Comandante? Pero el Ejército ya está en retirada, convencido de haber exterminado el foco insurgente. Los rebeldes podrán permanecer a salvo un año más, en el campamento de Polo y Juana.

Nadie creía que el Che, ese hombrón alto a quien el asma no lograba voltear, pudiese estar herido. Su tenacidad, su inagotable energía y su voluntad para el sacrificio le conferían un halo de inmortalidad. Esa especie de Hércules moderno, capaz de realizar no doce sino cien trabajos imposibles para el común de las gentes, no podía estar herido.

La Vieja Chana tuvo que verlo con sus propios ojos. Se corrió hasta el sitio donde estaba oculto el Comandante y lo encontró sentado a su máquina de escribir. "Un hombre herido no escribe a máquina" -le increpó. Y se fue, convencida de que el vendaje que cubría su pie respondía a alguna táctica de distracción.

El Che no regresó al Hombrito, sino que se reunió con sus hombres en La Mesa. Cuando llegó, Juana lo recibió con café y un bistec de caballo. El Comandante agradeció con modestia y le recomendó guardar silencio sobre su herida de combate. Juana observó la pequeñez de la venda en la inmensidad de ese cuerpo y le replicó, con desdén "El Che puede estar herido, pero no está muerto".

Fue entonces que un combatiente, que había sido blanco de varias balas enemigas en El Naranjo, se incorporó de su catre e improvisó un discurso: "Lucharemos para ser como el Che, aunque será muy difícil. Con llegar a la mitad, también seremos héroes". El Jefe alzó su mirada hacia El Hombrito y tal vez más allá. Comenzó a comer en silencio. Sonreía.

Rosa no volvió a ver al Comandante. Tampoco volvió a saludar a los aviones. Pero conservaba aquel palito con el que había aguantado el miedo de las primeras bombas.

La sierra había parido un mito.