martes, 10 de febrero de 2009

Las noches robadas

Hace un par de días leí, no sin sorpresa, un artículo firmado por mi estimado amigo P., publicado en la revista de la Sociedad Frenológica, donde refería el resultado del lamentable experimento practicado sobre el malogrado Ernest Valdemar.

Mi asombro se debió a que, habiendo transcurrido ya un año desde aquel espeluznante desenlace, P. se había negado una y otra vez a hablar del hecho, aún dentro de su círculo más íntimo. Yo tengo todavía los nervios destrozados por la extraordinaria y repugnante experiencia. Durante los últimos meses me ha costado un esfuerzo sobrehumano retomar mis estudios de medicina. Cada vez que asisto a una necropsia en el anfiteatro de la Universidad, debo retirarme descompuesto.

Y ahora, supongo, me citarán a declarar ante la Sociedad para corroborar la veracidad del artículo. Quisiera no tener que recordar lo que vi y lo que oí. Demasiado lo he recordado durante estas largas noches de inquieta vigilia. Porque lo que relató P. es cierto, cien por cien. Sólo que en su informe noté un dejo de culpa y desasosiego, que se le colaron al autor por entre los términos académicos. Presentí que se trataba de su testamento intelectual.

Este presentimiento me convenció de que se hacía impostergable una visita a mi notable amigo. Esa mañana me levanté temprano, luego de otra de esas noches aterradoras, y me dirigí a la vieja casona de Harlem -yo vivo en Brooklyn- con tiempo suficiente como para charlar a gusto hasta la hora del almuerzo. La luz del día suele espantar los pensamientos lúgubres y aclarar la mente, me dije.

Cuando llegué, P. estaba dormitando en una poltrona, pero se espabiló ante el leve murmullo que provenía del hall de entrada. Me hizo pasar de inmediato. No tuve que explicarle el motivo de aquella visita: me esperaba. Junto a él, en una mesa baja, yacía un ejemplar del boletín de la Asociación de Frenólogos, abierto en el dichoso artículo.

Si bien nunca había demostrado un carácter jovial, la taciturna melancolía de P. se había transformado en la viva expresión del padecimiento moral. Grandes ojeras circundaban sus magnéticos ojos negros y una mueca reemplazaba la semisonrisa misteriosa que tanto admiraban las pocas señoras que frecuentaban su compañía.

No había dormido bien en meses: eso estaba claro y era entendible en esas circunstancias. Pero su cansancio tenía una raíz mas profunda. Era evidente que su desvelo no era el mismo que el mío.

Mientras lo observaba, sentado frente a mí, sorbiendo en silencio su taza de té, me preguntaba qué secreto le estrujaba el alma de tal manera. ¿Quería yo realmente averiguarlo?

-Mi querido Theodore -comenzó lentamente, como quien elige las palabras adecuadas antes de pronunciarlas- lamento mucho involucrarlo nuevamente. Hubiera preferido no hacerlo, pero comprenderá que el episodio que compartimos fue lo suficientemente extraordinario como para invocar su testimonio.

Sinceramente, también lo hubiera preferido -le respondí– porque durante todo este todo este año he tratado de enterrarlo en lo más recóndito de mi memoria y olvidarlo, como a un mal sueño....

Al mencionar la palabra sueño, P. se transfiguró. Había pavor en su mirada. La taza de té tambaleó en su mano y, no sin dificultad, pudo colocarla sobre la mesita, derramando en el intento sus gotas oscuras sobre las blancas páginas. Pensé que iba a dar por finalizada la entrevista, alegando un repentino malestar.

Pero P. necesitaba hablar. Como un torrente, sin aceptar interrupciones de mi parte, casi sin tenerme en cuenta, conjuró en voz alta a sus peores demonios.

-Sueños... Sueños... –insistió- Valdemar me reclamó sus sueños. Antes de despertarlo del trance hipnótico. Sus sueños. Siete meses soñando su muerte, muriendo una y otra vez. Él quería morir tranquilo y sin dolor. Yo le quité su último sueño agradable. Y luego...

Mi amigo sollozaba, gemía, temblaba. De repente, se puso de pie.

-Sueños. Quiero mis sueños -continuó, como hablando con otra persona- Ya le he pagado, Valdemar. ¡Un año! Un año entero sin soñar. Noches desiertas. Nada... ¡Absolutamente nada!

Me fui de aquella casa con la convicción de que nada debe quebrantar las leyes estrictas del Universo. Siempre encontrará la forma de ajusticiar al atrevido.

Homenaje a Edgar Allan Poe, por tantas noches de literaria compañía

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