Y en el sitio exacto entre el todo y la nada
en el límite mínimo entre el sol y la bruma,
menos luminoso que en la prosa borgiana
pero más brillante que mi desvelo incólume,
estaba el aleph, tentación humana.
Como en el sutil calidoscopio rojo de la infancia,
colores y formas se chocan y estallan
en imágenes bíblicas, presentes, pasadas,
y en futuros verdes, cianes y magentas.
Cinismo daltónico: sólo veo lo negro.
El mundo en panóptico, ventana indiscreta.
Catódicos rayos, noticiero moébico.
Fábula telemática, technicolor y en vivo.
El aleph-pantalla, sin cortes ni tandas.
Y yo, el bigbrother, el dios massmediático.
El agua que corre por el inodoro
y baja por las cloacas de la ciudad dormida.
De pronto, el Sena y sus puentes. Debajo,
debajo la vida, miserable y sucia. Notre Dame que llora,
como en cualquier parte.
O tal vez, un homeless de Brooklyn
que espera encontrar un carro de Wal-Mart.
Y entonces es Somalia, devastada de hambre
y ojos atrevidos que abofetean verdades.
¿O sería una villa olvidada en Buenos Aires?
Y cierro los ojos al Aleph que se abre
y muestra, piadoso, otra panza que crece,
la pared de mi casa, un árbol de glicina,
una mujer que escribe, un bandoneón que estruja
y un padre que silba cuando dobla la esquina.
Y otra vez la verborrágica realidad de la imagen.
Dolores repetidos, horrores reiterados. Estúpidos,
estúpidos rencores, mezquindades, la soez impudicia
del dinero malhabido, indignos blasones, disculpas procaces
y la muerte del hombre en cruces infinitas.
El aleph anuncia el fin de su emisión con una misa
con un mantra, con un vistoso logotipo.
Los esperamos mañana, con nuestra programación.
No se mueva de allí, no deje de asombrarse.
Aún quedan más horrores para ver en directo.
lunes, 16 de marzo de 2009
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