Partículas de oro de los tiempos idos
a fuego templadas por maestros volcánicos,
que con cada golpe conceden la forma,
resguardan celosas el vino del olvido.
Te lamo dulcemente y adormezco mis labios
Congelando ipso facto palabras inciertas.
Demoro el momento de darte mis entrañas
Y dejo en tu contorno mi mejor desengaño.
Y cuando finalmente me tiro de cabeza,
Con la garganta rota y el corazón ardido,
En la mortal piscina de superficie inmóvil,
Me devuelves la calma del cristal bendecido,
Inerte, inalterable. Y aún queda la tristeza.
viernes, 1 de febrero de 2008
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